"1940"


Es una mañana soleada de principios de mayo. Entro en la cafetería de la esquina, aquella tan antigua. Los olores y sonidos embriagan todo mi ser: el murmullo de la gente, el olor a café y tostadas, el sonido de las sillas al ser arrastradas. Me acerco a la mesa del final, la de la esquina, y me acomodo en una de las sillas orientadas hacia la puerta. Siempre elijo el mismo lugar.
—Buenos días, señora, ¿le pongo lo de siempre? —me pregunta la camarera.
—Sí, por favor.
Un café con leche, con mucha nata, como siempre. Sí, ya sé que suena extraño, pero me encanta. La camarera llega rápida- mente con mi bebida.
—¡Que aproveche! —exclama.
—Muchas gracias, Carolina.
Aspiro el dulce aroma procedente de mi taza, la sujeto con

ambas manos y cierro los ojos para darle el primer sorbo.
En la primera mesa del local, una muchacha se muerde las

uñas. Parece nerviosa.
—Buenos días, ¿has decidido ya lo que quieres tomar? —le pre-

gunta amablemente la camarera.
—Gracias, pero estoy esperando a alguien, ¿te importaría volver

cuando llegue?
—Por supuesto —contesta la camarera sonriendo a la chica.
Al poco tiempo, la puerta del local se abre y aparece un joven

bastante atractivo, pero cuya expresión tan solo expresa tristeza e infelicidad.
—Hola, cielo —le dice a la chica mientras se acomoda frente a ella.
Ambos jóvenes evitan mirarse a los ojos. Desvían su mirada hacia cualquier otra parte.
—Buenos días, caballero. ¿Qué desean tomar? —les sorprende la camarera.
—Un café solo, largo —responde el joven.
—Un café con leche. ¿Podéis ponerle mucha nata, por favor? —pregunta la chica.
—Claro, no te preocupes —le responde la camarera.
Ya con sus bebidas en la mesa, los chicos alzan la mirada. —Arturo, yo... Tengo que contarte algo —comienza la chica. —Yo también —le corresponde él.
—Bien, pues comienza tú —replica ella con nerviosismo. —Clara... Esto... Esto no es fácil —comienza él apartando la

mirada—. Tengo que irme. Acabo de cumplir los dieciocho y ya me han llamado. Sabíamos que esto iba a pasar.
La chica lo observa con lágrimas en los ojos y se rodea el cos- tado con un brazo.
El muchacho se levanta rápidamente, se sienta junto a ella y la abraza, meciéndola entre sus brazos.
—Te quiero, te quiero. Te quiero muchísimo. Siempre te que- rré. No voy a olvidarte jamás, nunca, ni aunque pasen miles de años —la consuela entre lágrimas.
La joven se vuelve hacia él y lo besa. Un último beso, amargo, intenso, el último.
—Abuela, ¿nos vamos ya?
De repente, vuelvo a la realidad. Los chicos ya no están, han desaparecido.
—Sí, Claudia. Ya podemos irnos —respondo.
Al final, mi nieta me había ayudado a cumplir el último deseo de esta anciana de casi noventa años: volver por última vez a esta cafetería, en la que ocurrió todo. Dejo que una lágrima se deslice por mi mejilla, por lo que pudo haber sido y nunca fue. Porque, en realidad, yo sé el final de esa historia, mi historia. Ella jamás volvería a verlo. Él siempre la amaría, incluso en su último aliento. Ella nunca llegaría a contarle aquello que debió haberle contado, lo que llevaba dentro y le pertenecía, una nueva vida, una vida que habían creado juntos. Porque él moriría en el frente, con ella como último recuerdo. Porque eran tiempos difíciles. Porque era 1940.




Texto de: Eva María Domínguez Jiménez; concurso "un libro y un café".

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